La Revolución de Octubre es, junto con la Revolución francesa y la experiencia revolucionaria china, el acontecimiento histórico más importante de los últimos tres siglos. La Revolución bolchevique supuso un hito en la historia de la Humanidad, pues fue la primera ocasión en que el poder de las masas explotadas pudo implantarse, consolidarse y desarrollarse de forma vigorosa hasta que la línea revisionista terminó por imponerse en el primer Estado proletario de la historia, restaurando así el capitalismo bajo el control y la dirección de la burguesía burocrática.
Si bien la Revolución proletaria que triunfó en Rusia contó con el precedente de la Comuna de París (la primera forma de Estado obrero que no pudo consolidarse por la debilidad cualitativa y cuantitativa del proletariado de la Francia de finales del siglo XIX), las masas oprimidas del antiguo Imperio ruso, guiadas por su Partido revolucionario, tuvieron que ser los primeros en arreglárselas para poner en pie la titánica obra de constitución de un poder revolucionario jamás visto en la historia humana. Gracias a su nuevo y radical paradigma de organización social con base en la teoría revolucionaria del comunismo, la alianza obrero-campesina conformada en la Rusia soviética demostró al mundo que era posible derrocar a la clase capitalista y organizar una nueva sociedad fundada sobre el poder proletario, un poder que buscaba constituir por vez primera una sociedad sin clases a escala internacional.
Durante casi 30 años, la Rusia soviética se vio obligada a la gesta de erigir el Estado obrero en la ciénaga del imperialismo beligerante y decadente. Durante mucho tiempo (hasta la constitución de las «democracias populares» y el triunfo de la Revolución china), una Unión Soviética cercada demostró con su ejemplo que era posible construir el socialismo a pesar del atraso histórico de la sociedad rusa y del asedio que el imperialismo impuso sobre la República soviética en el plano político, económico, militar e ideológico.
Para explicar el trasfondo y la infraestructura material gracias a los que el revisionismo consiguió fagocitar al Estado socialista hasta convertirlo a él (y al marxismo) en una vil caricatura, es imprescindible proseguir con -y profundizar en- los análisis históricos desde la vanguardia comunista de las experiencias más importantes y ejemplares del movimiento revolucionario internacional. En Revolución o Barbarie, blog en el que nos hemos marcado como objetivo prioritario la profundización en las tareas del balance crítico de nuestra historia, de la historia del movimiento comunista internacional, seguimos, modesta pero incansablemente, tratando de arrojar luz sobre todos y cada uno de los aspectos que puedan ayudarnos a estudiar y conocer -a la luz de las herramientas que la cosmovisión comunista nos aporta- las causas del fracaso del primer intento de tomar «el cielo por asalto» (Marx a Kugelmann), de la primera gran hazaña de los oprimidos por articular el primer proyecto en la historia humana de sociedad socialista en transición hacia una civilización sin explotados ni explotadores, sin oprimidos ni opresores.
Para ello, en este trabajo analizaremos (basándonos fundamentalmente en la obra del historiador E. H. Carr, la Historia de la Rusia Soviética –concretamente, el tercer volumen, La Rusia soviética y el mundo-, así como en artículos y libros de Marx, Engels, Lenin, Stalin y otros dirigentes bolcheviques que protagonizaron la primera etapa de la Rusia revolucionaria) la problemática de la cuestión internacional en el seno de la República soviética desde su constitución hasta mediados de los años 20. Estudiaremos las enormes dificultades de asedio imperialista que tuvo que soportar la Rusia soviética, y cómo a pesar de ello fue capaz de levantar y vigorizar la Internacional Comunista. Pero, teniendo en cuenta que el revisionismo no surge del cuerpo proletario como el virus que es inoculado por un agente infeccioso externo, sino que está latente en su interior de forma constante y pugna, también de forma sistemática y recurrente, por adherirse a la célula y matarla desde sus mismas entrañas, terminaremos el trabajo con unas palabras finales críticas sobre determinadas líneas y procesos que ya comenzaban a manifestarse en el interior del Estado proletario, sobre todo en la cuestión del internacionalismo y la construcción del socialismo en un solo país, y que, a la postre, terminarían por abonar el terreno para que los jruschovistas y demás elementos revisionistas pudieran defender y justificar aberraciones antimarxistas como la «coexistencia pacífica con el imperialismo» o el «Estado de todo el pueblo».
Por último, hacemos dos aclaraciones estrictamente editoriales. En primer lugar, somos nosotros quienes hemos colocado determinadas frases o palabras en negrita en las diferentes citas, para así resaltar ideas que nos parecen capitales. En segundo lugar, ya que la práctica totalidad de las citas usadas en este documento están extraídas de fragmentos de la obra ya mencionada del historiador E. H. Carr, y teniendo en cuenta que este autor colocaba en sus pies de página las referencias bibliográficas en los idiomas originales de las obras citadas (o con transliteraciones al alfabeto latino, como en el caso del ruso), hay algunas obras que, por nuestro desconocimiento total -parcial en el caso del inglés- de idiomas como el ruso o el alemán, no están traducidas al castellano.
1. La Revolución de Octubre y el mundo capitalista: análisis histórico del Tratado de Brest-Litovsk
«Las diferencias nacionales y los antagonismos entre los pueblos se desvanecencada día más… La supremacía del proletariado hará que se borren aún más de prisa».
(Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto comunista)
La gran Revolución socialista de Octubre constituyó el primer exponente de Estado de dictadura del proletariado en un mundo que, hasta la fecha, había seguido el ritmo que le marcaba el director de la orquesta. Ese director no era otro que el capitalismo en su fase imperialista; un capitalismo que ya había tenido la oportunidad de demostrar dos cosas: por un lado, su incapacidad congénita para resolver su antagonismo fundamental (el de la contradicción entre el carácter social de la producción y la apropiación privada de lo producido), que a cada minuto se mostraba más evidente y se manifestaba de forma más violenta e irracional; por otro lado, su necesidad inevitable de recurrir a la guerra imperialista como una continuación de proseguir con la dinámica capitalista de pugna por adquirir y controlar nuevos mercados exteriores, materias primas, zonas de exportación de capitales, etc. Este segundo aspecto quedó sobradamente corroborado por la Primera Guerra Mundial imperialista, una conflagración sangrienta que afectó de lleno a la Rusia prerrevolucionaria.
La pionera experiencia revolucionaria que protagonizó el bloque de poder del proletariado y el campesinado pobre de la inmensa Rusia, tuvo que comenzar a construir su particular gesta (en realidad, la de todos los explotados del mundo) con un brutal cerco imperialista, que pronto hizo ver a los comunistas de la Rusia soviética que, si la Revolución se retrasaba en Europa (fundamentalmente en Alemania), no podían esperar eternamente, frenando en seco la construcción del socialismo, mientras el proletariado más avanzado de los países occidentales acudía en su ayuda. El mismo Lenin, que desde 1917 hasta sus últimos meses de vida fue el más consciente de la necesidad de impulsar y apoyar el movimiento revolucionario de países como Alemania o Francia, al final terminó por convencerse de que el proletariado de la Rusia soviética no tenía más remedio que continuar su gigantesca obra de construcción revolucionaria del socialismo en un marco de aislamiento y hostilidad crecientes con el mundo capitalista. Los últimos escritos de Lenin relativos a las concesiones al «capitalismo de Estado» proletario y a los nepmen demostraban, precisamente, que Rusia no podía saltarse fases históricas en el desarrollo revolucionario hasta llegar a construir el socialismo, pues sin capitalismo previo suficientemente desarrollado, poco socialismo se podía construir.
Fue Stalin quien, en octubre de 1917, deslindó de forma muy adecuada la posición correcta de la errónea en este asunto. Así, el georgiano sostuvo que «Hay dos direcciones: una marca el curso a seguir para la victoria de la Revolución y se apoya en Europa; la segunda no cree en la Revolución y no cuenta más que constituir una oposición» (Stalin, Obras completas, tomo 3º, p. 381). Este espíritu quedó reflejado a la perfección en el plano político con el decreto de la paz, aprobado por el segundo Congreso de Soviets de toda Rusia tan solo un día después de la victoria de la Revolución. Este manifiesto, que supuso el primer gran ejercicio de claro internacionalismo desde las posiciones victoriosas de un proletariado sabedor de su fuerza, conciencia y organización, declaraba la abolición del secreto diplomático, proponía una paz «justa, democrática» basada en el derecho de autodeterminación nacional y -lo que es más importante aún- exhortaba al proletariado de Alemania, Francia e Inglaterra a acudir en auxilio de sus hermanos de Rusia para «llevar a feliz término la conclusión de la obra de la paz, y también de la liberación de las masas trabajadoras y explotadas de la población de toda clase de esclavitud y explotación».
Como se puede comprobar en este planteamiento, los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, demostraron por vez primera su capacidad para maniobrar políticamente de tal forma que se aseguraran dos cosas: en primer lugar, la defensa irrenunciable de las conquistas de la Revolución de Octubre y del poder proletario; en segundo lugar, el principio igualmente imprescindible de apoyo a la Revolución proletaria internacional, elemento que el grueso de los comunistas de la Rusia soviética consideraba indispensable para que pudiera comenzar la construcción exitosa del socialismo en Rusia.
En el aspecto táctico de la cuestión, es importante valorar hoy la forma en que, a pesar de las tremendas dificultades por el asedio imperialista, el Estado proletario fue capaz de maniobrar para aprovechar las contradicciones interimperialistas (algo que el nuevo poder obrero demostró con más profundidad a principios de los 20), buscando por encima de todo debilitar al enemigo y ganar tiempo hasta que el león revolucionario rugiera en toda Europa y en el mundo entero. Así, una de las maniobras más inteligentes del nuevo Estado revolucionario fue la de publicar los tratados secretos a través de los cuales las potencias imperialistas aliadas habían acordado el reparto del botín posbélico. Los tratados secretos, en palabras de Lenin, «revelaban las contradicciones existentes entre los intereses de los capitalistas y la voluntad del pueblo, de la forma más patente» (Obras completas, tomo 20º, p. 259). Gracias a la implantación de la «dictadura democrática revolucionaria del proletariado y el campesinado», las democracias burguesas, los buitres imperialistas que despedazaban a los proletarios por conseguir la mayor cantidad posible de carroña, quedaron retratados y el sistema capitalista fue desenmascarado de cara a las grandes masas oprimidas como un gigantesco sistema de dominio, saqueo, explotación y opresión sobre la inmensa mayoría del planeta. En 1918, como demostración de esta nueva política revolucionaria e internacionalista, el Comité Ejecutivo Central de toda Rusia emitió un comunicado en el que declaraba que «Para nosotros no hay más que un tratado que no está escrito, pero que es sagrado: el tratado de la solidaridad internacional del proletariado».
Otra prueba del inquebrantable internacionalismo proletario que defendió el flamante Estado obrero fue la de la concesión de la ciudadanía soviética a todos aquellos prisioneros de guerra que se solidarizasen con la causa revolucionaria del proletariado de Rusia (la punta de lanza de la Revolución proletaria mundial). Rusia ya no era solamente el primer país que había visto nacer en su interior una victoriosa Revolución proletaria, sino que además se convertía en el Estado mayor de la clase obrera revolucionaria; un Estado mayor que, como consecuencia de su formidable atraso, requería el concurso y el apoyo del proletariado revolucionario de los países capitalistas más desarrollados.
Como era previsible, el imperialismo se tapó los oídos y los ojos ante las exhortaciones lanzadas por la República soviética para llegar a una «paz democrática» y «justa», sin anexiones ni indemnizaciones. Obviamente, la burguesía internacional pensaba en ese momento que la Revolución bolchevique sería rápidamente derrotada, consumida por su propia debilidad y por el brutal estado en que se encontraba el vastísimo territorio ruso. Es este un momento determinante para la historia de la Rusia soviética y para el conjunto del movimiento comunista internacional, pues es este el periodo en que la vanguardia comunista de Rusia comienza a darse cuenta de que la política revolucionaria e internacionalista tiene que contar, de forma insoslayable, con ciertos requerimientos e intereses de las grandes potencias. Esto era lógico, ya que Rusia, a mediados de 1918, estaba devastada y cercada por todas las grandes potencias capitalistas. Por este motivo, los revolucionarios de Rusia no tenían más remedio que maniobrar con ambas manos: con la izquierda, defendían escrupulosamente el internacionalismo proletario; con la derecha, comenzaron a acercarse a los grandes Estados capitalistas para tratar de negociar en el plano diplomático, militar o económico.
Además, hay un elemento muy destacado que no debe olvidarse, y es que el Estado soviético, que se había levantado gracias a la alianza mancomunada de la clase obrera y los sectores pobre y medio del campesinado, tenía que sacar al país de la guerra imperialista de forma urgente, ya que la masa campesina no apoyaría a un Gobierno que no trajera la paz al sufrido campesinado pobre, obligado a ser carne de cañón en las disputas interimperialistas. Por ello, era indispensable que el proletariado ruso pudiera tomarse un respiro, pudiera parar para descansar un momento y posteriormente coger carrerilla. Las inconmensurables dificultades objetivas a nivel internacional obligaron a los bolcheviques a implementar una doble política (a la que antes nos hemos referido previamente con la metáfora de la mano izquierda y la mano derecha): a) máxima presión posible para provocar la caída de los Estados burgueses en toda Europa y el mundo; b) maniobras de negociaciones, acuerdos y componendas inevitables con esos mismos Estados capitalistas.
Este fue el sentido de la firma del Tratado de Brest-Litovsk. Formalmente, las negociaciones para la firma de este tratado comenzaron el 9-22 de diciembre de 1917. La delegación soviética para el armisticio con Alemania, que estaba nutrida por Joffe, Kaménev y Sokólnikov (además de un obrero, un campesino y varios expertos en asuntos militares), se enfrentó con la imponente delegación alemana, que estaba presidida por el general Hoffmann. Era la primera vez en la historia humana que un grupo de revolucionarios, en representación de millones de explotados de todo el mundo, se sentaba a negociar con una gran potencia capitalista. Lenin, que desde el principio defendió de manera enconada el acuerdo con la Alemania imperialista como única manera de garantizar el fin de la guerra, declaró abiertamente: «No confiamos lo más mínimo en los generales alemanes, pero sí en el pueblo alemán». El revolucionario ruso, en un ejemplo brillante de su capacidad para adaptar la letra viva del marxismo a la realidad concreta, pronto abandonó su anterior optimismo sobre la capacidad revolucionaria del proletariado alemán y, al comprobar que los soldados de Alemania se disponían a atacar a la Rusia soviética, expuso en su trabajo Tesis sobre la cuestión de la conclusión inmediata de una paz separada y anexionista:
«El estado de los asuntos con respecto a la revolución socialista en Rusia, ha de constituir la base de toda definición de la misión internacional de nuestro poder soviético. En el cuarto año de guerra,la situación internacional es tal, que resulta completamente incalculable cuál sea el momento probable del estallido de la revolución y de la destrucción de cualquiera de los gobiernos imperialistas europeos. No hay duda de que está destinada a producirse la revolución socialista en Europa, y que se producirá. Todas nuestras esperanzas en la victoria final del socialismo se fundan en esta convicción y en esta predicción científica. Tenemos que reforzar y afirmar nuestra actividad propagandística en general y, en particular, la organización de la fraternización, pero sería una equivocación montar la táctica del gobierno socialista en intentos de determinar si tendrá lugar o no el próximo año (o en cualquier espacio de tiempo corto) la revolución socialista, y en particular la alemana».
En el mismo trabajo, Lenin argumentaría lo siguiente:
«El ejemplo de una república soviética socialista en Rusia se erigirá como modelo viviente para las gentes de todos los países, y el efecto propagandístico revolucionario de ese modelo será inmenso. De un lado estarán el régimen y una guerra descarada de anexión, entre los dos grupos de usurpadores; de otro, la paz y la república socialista de soviets».
Nuevamente, el máximo representante del Estado soviético volvía a colocar el nuevo poder de los proletarios rusos como paradigma y sostén de la Revolución socialista mundial. Además, la Rusia soviética aparecía ante los ojos de todos los oprimidos del mundo como el único Estado realmente interesado en acabar con la máquina de guerra capitalista y en denunciar a toda costa la hipocresía de las democracias burguesas con respecto a la paz. Trotsky, sin embargo, mantuvo una posición errónea e izquierdista que le llevó a sostener que firmar la paz con Alemania era algo innecesario y equivocado. Aunque es verdad que no defendía la posición ultraizquierdista de «guerra revolucionaria» en una situación en la que no era factible (como defendieron Bujarin y Dzerzhinski), Trotsky entendía de manera errónea que los bolcheviques podían distraer a los Hoffmann y Cía. a la espera de esa Revolución. Por ello, contradiciendo a Lenin, Trotsky abogó por no firmar ningún tratado de paz que supusiese aceptar lo que él entendía como condiciones absolutamente inaceptables.
Stalin, por su parte, demostró mucha más lucidez y sentido de las posibilidades políticas reales, como lo muestra el hecho de que apoyó abierta y decididamente a Lenin el día de la votación sobre el tratado en el comité central del Partido. Sin embargo, salvo Stalin y el apoyo dubitativo de Zinóviev fundamentalmente, el resto del comité central no se decidía a apoyar la propuesta de Lenin, por lo que este amenazó con dimitir del gobierno y del Comité Ejecutivo Central de toda Rusia si proseguía «la política de pura fraseología revolucionaria». Con la madurez política que le caracterizaba, Lenin rechazó también el último ofrecimiento conciliador de Stalin, quien propuso postergar la firma. El revolucionario ruso expresó claramente la idea de que, si la Rusia soviética no aceptaba en ese momento las condiciones del imperialismo alemán, ya que la Revolución proletaria aún no estaba madura, el poder soviético sería aniquilado por la máquina de guerra de la burguesía alemana.
Finalmente, el Tratado de Brest-Litovsk fue firmado el 3 de marzo de 1918. Era el primer episodio en el que se certificaba el aislamiento imperialista de la Rusia soviética y la excepcional capacidad de maniobra de la República proletaria. Rusia tuvo que aceptar la renuncia de derechos territoriales, además del pago muy elevado en concepto de mantenimiento de sus prisioneros de guerra. Tras esto, el 16 de marzo de 1918, el cuarto Congreso de Soviets de toda Rusia ratificó el tratado. La posición más inteligente y correcta a la luz de los hechos salió vencedora. Sin embargo, este mismo hecho demostraba ya en ese momento las tremendas dificultades que iban a tener que enfrentar los dirigentes soviéticos como consecuencia del reflujo de la Revolución en los años 20. Comenzaba una época en la que, mientras el proletariado y los campesinos pobres rusos se preparaban para reconstruir el país y sentar las bases del socialismo en una economía semifeudal y de capitalismo muy atrasado, el Estado soviético se veía obligado a buscar acuerdos con las potencias imperialistas para poder sobrevivir.
Tras la ratificación del Tratado por el séptimo Congreso del Partido, Lenin aseveró:
«Un país de pequeños agricultores, desorganizado por la guerra, reducido por su causa a una miseria inaudita, se encuentra en una situación excepcionalmente difícil: no tenemos ejército y tenemos que continuar viviendo frente a frente con unos bandidos armados hasta los dientes. Por culpa del ejército tenemos que pactar con el imperialismo» (Obras completas, tomo 22º, pp. 318-19, 325).
Posteriormente, en un memorándum confidencial escrito en mayo de 1918, Lenin definió la política de «retiradas y maniobras» de la siguiente manera:
«La política exterior del poder soviético no debe cambiarse bajo ningún concepto. Nuestra preparación militar no está todavía a punto y, por lo tanto, nuestra máxima general es la misma de antes: afianzarnos, retirarnos y esperar mientras continuamos la preparación con todas nuestras fuerzas».
El Tratado de Brest-Litovsk supuso la formalización de la política leninista de acuerdos inevitables con el mundo capitalista. Como le dijo Lenin al británico Lockhart (esta intervención se puede consultar en el libro Memoirs of a British Agent, de Lockhart):
«Nuestros métodos… no son los vuestros. Podemos permitirnos un compromiso temporal con el capital; es una necesidad porque, si el capital se uniese, seríamos aplastados en la presente etapa de nuestro desarrollo. Afortunadamente para nosotros, la naturaleza del capital es tal que no cabe la unión entre sus componentes. Por consiguiente, mientras exista el peligro alemán, estoy dispuesto a arriesgarme a cooperar con los aliados, cooperación que puede ser temporalmente ventajosa para todos. En caso de agresión germánica estoy incluso dispuesto a aceptar ayuda militar, pero al mismo tiempo estoy completamente convencido de que vuestro gobierno no verá nunca las cosas bajo esta luz. Es un gobierno reaccionario y cooperará con los reaccionarios rusos».
La crítica que dirigentes como Bujarin, Shliápinikov, Piatakov o Kolontai -destacados representantes de la tendencia izquierdista del Partido bolchevique- le hacían a Lenin tenía que ver, básicamente, con que entendían que el comunista ruso, adoptando una posición «derechista», se había plegado en exceso a los intereses del imperialismo alemán. Sin embargo, tras la verborrea izquierdista, ninguno de los dirigentes críticos con las posiciones de Lenin fueron capaces de defender una postura aplicable en el terreno de la práctica política real. Por otro lado, es incierto que Lenin plegara a la Rusia soviética a los intereses del imperialismo alemán, pues lo único que propuso el revolucionario fue maniobrar de forma flexible y realista, tratando de ganar tiempo para coger aire y poder recomenzar la tarea de la Revolución proletaria internacional. También estaba muy lejos Lenin de defender, como arguyeron algunos de sus críticos izquierdistas, una postura «nacionalista» o «excesivamente» nacional, puesto que lo que él pretendía era disponer de ese tiempo de respiro para poder derrocar a la burguesía cuando las condiciones objetivas y subjetivas lo permitieran. Así, el revolucionario ruso lo dejó claro al expresar que «tendremos las manos libres y podremos emprender una guerra revolucionaria contra el imperialismo internacional» (Protokoli Tsentralnogo Komiteta RSDRP [1929], pp. 231, 241). Además, Lenin expresó:
«Sosteniendo el poder soviético, prestamos el apoyo mejor y más poderoso al proletariado de todos los países en su penosa lucha, de una dificultad sin precedentes, contra su propia burguesía. No hay ni puede haber golpe mayor contra la causa del socialismo que el hundimiento del poder soviético en Rusia». (Protokoli Tsentralnogo Komiteta RSDRP [1929], pp. 231, 241).
Como podemos leer, Lenin estableció una clara relación dialéctica entre la causa de la Revolución proletaria internacional y la defensa del Estado soviético frente al imperialismo beligerante. Ahora bien, aunque Lenin siempre dejó claro que el mayor peligro para el socialismo internacional era la caída de la República soviética, en todo momento subordinó con rotundidad el proyecto de construcción del socialismo en la Rusia soviética con la política internacional revolucionaria de la clase obrera. ¿Defensa nacional de la Rusia soviética frente a los invasores imperialistas? Sí, pero con un matiz fundamental:
«Somos «defensistas»; desde el 25 de octubre de 1917 hemos conquistado el derecho a defender la patria. No estamos defendiendo tratados secretos porque los hemos roto en pedazos; los hemos revelado al mundo entero. Y ahora estamos defendiendo la patria contra los imperialistas. Porque defendemos, venceremos. No somos partidarios del Estado, no defendemos una posición de gran potencia; a Rusia no le queda más que la Gran Rusia. No se trata pues de intereses nacionales. Afirmamos que los intereses del socialismo, del socialismo mundial, son superiores a los nacionales, están por encima de los intereses del Estado. Somos «defensistas» de la patria socialista» (Obras completas, tomo 22º, pp. 13-14).
Después de declarar el legítimo y necesario derecho del proletariado soviético a defenderse de las agresiones del imperialismo belicoso, Lenin afirmaba que los intereses del socialismo (aunque dependieran del sostenimiento del Estado soviético) eran superiores a los intereses nacionales, a los intereses de cualquier país (¡incluso a los de la Rusia soviética!). En sus Obras completas (tomo 23º, p. 291), se puede leer lo siguiente: «[…] el imperialismo anglo-francés y americano estrangulará inevitablemente la independencia y la libertad de Rusia a no ser que triunfe la revolución socialista, el bolchevismo, a escala mundial». En este pasaje, Lenin mantiene la posición (que defendió hasta que fue consciente de que la construcción del socialismo en Rusia sí era posible a pesar del aislamiento, haciendo gala nuevamente de su ejemplar flexibilidad táctica) según la cual condiciona el triunfo del socialismo en Rusia al éxito de la Revolución internacional. Esta postura, que era tan correcta como la que después defendió Lenin (ya que tanto una como otra se ajustaban a las diferentes necesidades y posibilidades revolucionarias a escala internacional), demostraba que el revolucionario ruso ponía un énfasis especial sobre la correlación de fuerzas entre clases a escala mundial. Al final, tanto el apoyo a la Revolución mundial como el fortalecimiento del Estado soviético formaron un solo y robusto puño de hierro que, a la postre, aseguraría el éxito del socialismo pese al reflujo del movimiento revolucionario de los 20, un movimiento que terminaría por decaer sobre todo después del fracaso de la insurrección de 1923 en Bulgaria.
Terminando con este punto, entendemos que es necesario realizar unas apreciaciones breves sobre la cuestión de la defensa de la Rusia soviética y el apoyo a la Revolución internacional tanto en la URSS encabezada por Lenin como en la URSS estaliniana, pues esto es todavía algo que consideramos poco estudiado por el conjunto del movimiento comunista internacional. Stalin, que en ese momento defendía las mismas posiciones que Lenin, pasaría posteriormente a sostener posiciones en exceso «defensistas». Así, en lugar de subordinar en el plano ideológico la construcción del socialismo en territorio soviético al impulso a la Revolución mundial, colocaba a la Rusia soviética como la base de la Revolución mundial. A nuestro juicio, este planteamiento estuvo condicionado por la situación de reflujo revolucionario que se produjo desde mediados de los 20. Dicho reflujo provocó que esa posición excesivamente «defensista» se acentuara, provocando un debilitamiento progresivo del internacionalismo proletario hasta su liquidación definitiva con el programa de los Frentes Populares, el democratismo burgués del antifascismo y la posterior disolución formal de la Comintern.
Como se puede leer en el documento Stalin, del marxismo al revisionismo (cuyo estudio aconsejamos encarecidamente a todos los comunistas), de los camaradas del Colectivo Fénix, entre los cruciales años de 1923 y 1925 el revolucionario georgiano ponía el acento sobre todo en la cuestión de la Revolución internacional. Sin embargo, una vez que las tesis del socialismo en un solo país (correctas y acordes a las necesidades políticas y económicas del socialismo en la URSS) resultaron victoriosas, el Partido encabezado por Stalin comenzó a sobredimensionar el aspecto nacional por encima del internacional, relegando a este último a un segundo plano.
Es cierto que la recién constituida URSS tuvo que hacer frente a la reconstrucción del país sobre bases socialistas después de años de asedio, invasión y boicot por parte de las potencias capitalistas. Es cierto también que los comunistas soviéticos, por sí mismos, no tenían capacidad alguna para organizar revoluciones proletarias triunfantes en el resto de Europa. Por último, es verdad que el reflujo revolucionario de mediados de los 20 -que quedó certificado con la derrota del proletariado en Bulgaria- era sobre todo responsabilidad de la incapacidad manifiesta de los comunistas franceses, alemanes o británicos para derrocar a la burguesía de sus Estados. Pero todo esto, aunque por supuesto explica el contexto en que las posiciones excesivamente «nacionales» se hicieron fuertes en el seno del Estado soviético, no fundamenta de manera completa por qué esta línea terminó por imponerse. A nuestro entender, esta tendencia nacionalista presuponía una concepción un tanto mecanicista -de la que el bolchevismo no fue totalmente capaz de desprenderse al adaptar el marxismo a través de Kautsky y Plejanov a las condiciones particulares de Rusia- de la Revolución, ya que ponía sobre todo el acento en el desarrollo de las fuerzas productivas y las condiciones objetivas.
Finalmente, como argumentan desde el Colectivo Fénix en su documento Stalin. Del marxismo al revisionismo:
«La inclusión de consideraciones defensistas en la teoría del socialismo en un solo país irá conduciendo al partido bolchevique a contemplar la Revolución Proletaria Mundial desde el estrecho punto de vista de los intereses de Estado del país soviético, y cada vez más su desarrollo en función de las circunstancias políticas internacionales de la URSS. La Revolución Proletaria Mundial se considera cada vez menos como un movimiento independiente originado por la lucha de clase internacional del proletariado, y cada vez más como un proceso dependiente y subordinado a la conservación de la Unión Soviética como Estado dentro del concierto internacional. En estos términos, la instrumentalización de la clase obrera internacional para los fines de la política exterior soviética, reduciéndola a mero apéndice de su diplomacia, es el último paso lógico de la degeneración nacionalista de la teoría del socialismo en un solo país».
2. Cerco imperialista, aislamiento y primeras tentativas de relaciones de
la Rusia soviética con el mundo capitalista
Fue el 5 de abril de 1918, en Vladivostok, el día en que el imperialismo penetró directamente en territorio soviético. En concreto, tropas japonesas desembarcaron en la ciudad, tan solo un mes después de que, según la versión oficial de Japón, dos japoneses fueran asesinados. Esto fue, sin duda, un pretexto del imperialismo internacional para intervenir a gran escala en las entrañas de la Rusia soviética. Más tarde, a finales de mayo del mismo año, la legión checa tomó también posiciones en territorio soviético. Por último, Murmansk, un enclave de la RSFSR (que llegó a estar invadida por una veintena de ejércitos imperialistas), fue tomado por tropas inglesas a finales de junio.
Todos estos acontecimientos demostraron que la burguesía internacional, temerosa de que la Revolución proletaria prendiera como la mecha y asolara la putrefacta sociedad burguesa, estaba dispuesta a derrotar militarmente a la Rusia proletaria, ya que política e ideológicamente no lo había conseguido. El poder soviético, viendo que por el momento la Revolución no se extendía con la rapidez deseada, volvió a maniobrar de forma inteligente y realista, llegando a un acuerdo con la Alemania imperialista para poner fin a las hostilidades. Esto se materializó en la firma de tres tratados suplementarios al de Brest-Litovsk: un acuerdo político, otro de tipo financiero y un tercero confidencial (con este último, el Estado proletario hacía uso por vez primera de la diplomacia secreta).
Podemos decir que 1919 fue el año de mayor aislamiento de la Rusia soviética en relación al mundo capitalista. Además, fue uno de los periodos en los que su política exterior fue más decididamente revolucionaria. Ahora bien, el Estado de los obreros y campesinos pobres de Rusia estaba dispuesto a soportar un precio por llegar a acuerdos para el cese de las hostilidades imperialistas. Mientras el proletariado europeo era incapaz de llevar a buen puerto el proyecto revolucionario, a la República soviética le urgía un descanso que necesitaba para recomponer fuerzas.
Tras más de medio año de asedio imperialista directo, las grandes potencias «aliadas» decidieron que ya no tenía sentido mandar más soldados a Rusia. Sin embargo, la retirada de las tropas fue acompañada de un apoyo más entusiasta y fuerte, tanto financiero como militar, a la contrarrevolución interna. No es casual que fuera este el periodo en que más éxitos cosechó el contrarrevolucionario Kolchak en la región de Siberia.
El panorama internacional, por primera vez en la historia, aparecía dividido en dos bloques hostiles con intereses antagónicos. Por un lado, seguía en pie la Rusia soviética, con una legión creciente de millones de simpatizantes y seguidores entre el proletariado internacional; por otro lado, estaban todas las potencias imperialistas con sus dientes afilados preparados para derrocar al poder revolucionario. La posición de debilidad militar de la joven República proletaria obligó a mejorar, cuantitativa y cualitativamente, las fuerzas militares soviéticas (dicha mejoría tuvo su corolario lógico en la transformación de la Guardia Roja en un potente y disciplinado Ejército Rojo, para el cual el poder soviético no dudó en reciclar a algunos ex oficiales y mandos militares zaristas). Fue este el periodo en que la acusación de «militarismo» fue lanzada por el campeón internacional del revisionismo en aquella época, Karl Kautsky, quien pretendía que los obreros y pequeños campesinos se desarmaran para que volviera a imponerse la dictadura de la burguesía.
En ese momento, Lenin pensaba que la Rusia soviética no podría aguantar mucho tiempo el asedio imperialista si no triunfaba la Revolución en Europa [«No estamos viviendo simplemente en un Estado, sino en un sistema de Estados, y es inconcebible que la República soviética continúe existiendo durante un largo periodo de tiempo al lado de Estados imperialistas. Al fin, uno de los dos tiene que vencer. Hasta que esto ocurra, son inevitables una serie de terribles choques con los Estados burgueses». (Obras completas, tomo 24º, p. 122]. Por este motivo, Lenin vio muy pronto la necesidad de crear una nueva Internacional (algo que ya había expresado el revolucionario ruso en 1914, cuando comenzó la primera gran carnicería imperialista mundial de la historia). Así, a principios de 1919, el dirigente bolchevique presidió una reunión en el Kremlin en la que se llegó a la conclusión de la necesidad de invitar a «todos los partidos opuestos a la Segunda Internacional» para asistir a un congreso en Moscú con el objetivo de crear una Tercera Internacional (Gran Enciclopedia Soviética, vol. 23º, col. 737, artículo «Internacional Comunista»).
Recordemos que, en este periodo histórico, la división internacional del movimiento obrero y socialista estaba configurada de la siguiente manera. A la derecha de este movimiento, se encontraba toda la nómina de social-chovinistas, los mismos patrioteros que habían abjurado del marxismo y del internacionalismo proletario, y para los cuales la Internacional Comunista declaró una «guerra sin cuartel». En el centro del movimiento socialista internacional se encontraba un grupo de dirigentes que, sin ser descaradamente chovinistas y antisoviéticos, consideraban que se podía llegar a una serie de componendas con la burguesía internacional. De este grupo, la Comintern propuso la política de extraer a los elementos más combativos y honestos de sus filas, al tiempo que se llamaba a una crítica sin contemplaciones de sus dirigentes oportunistas. Por último, a la izquierda se encontraba todo el conjunto de organizaciones, dirigentes y militantes comunistas que apostaban decididamente por la implantación de soviets a escala internacional y por un apoyo firme a la República socialista de Rusia.
En la invitación a los comunistas para la celebración del primer Congreso (tengamos en cuenta que llegaron a asistir delegaciones comunistas de buena parte del mundo, como Polonia, Finlandia, Letonia, Lituania, Suecia, Noruega, Ucrania, Bielorrusia, Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Gran Bretaña, Suiza, Holanda, Hungría, Austria, Estados Unidos, China, Irán o Corea), se decía que el propósito era el de «crear un órgano general de lucha para la coordinación permanente y la dirección sistemática del movimiento, el centro de una Internacional Comunista, subordinando los intereses particulares del movimiento en cada país a los intereses de la revolución a escala internacional» (Pravda, 24 de enero de 1919). En esta declaración quedó meridianamente claro que las revoluciones nacionales debían subordinarse necesariamente al proyecto de la Revolución internacional. Posteriormente, la situación internacional obligó a poner más el acento en la cuestión del socialismo en territorio soviético, algo que sin duda explica solo parcialmente el viraje que se produciría después al transformarse la Unión Soviética en el elemento subordinante (y no subordinado) de la Revolución mundial.
Este primer Congreso no se desarrolló sin polémicas o disensiones abiertas sobre la capacidad real del movimiento comunista internacional para conformar una nueva Internacional. Así, Eberlein, el dirigente del oportunista SPD, afirmó:
«Solamente existen partidos comunistas propiamente dichos en unos pocos países; en la mayor parte de ellos han sido creados en las últimas semanas; en muchos países en los que hay comunistas, carecen totalmente de organización… Lo que hace falta es toda la Europa occidental. Bélgica e Italia no están representadas; el representante suizo no puede hablar en nombre del partido; Francia, Inglaterra, España y Portugal no están aquí representadas, y América tampoco se encuentra en situación de decirnos qué partidos nos ayudarían». (El primer Congreso de la Internacional Comunista [Hamburgo, 1921], p. 134).
A pesar de los problemas, las vacilaciones y los ataques provenientes del campo del oportunismo, la Comintern fue fundada y su manifiesto político («A los proletarios del mundo entero», al que Zinóviev calificó de «segundo manifiesto comunista») hecho público internacionalmente. Se aprobaron las tesis presentadas por Lenin, unas tesis en las que se hacía una denuncia radical de la farsa de la democracia burguesa y el parlamentarismo, defendiendo de manera firme la necesidad de la dictadura del proletariado. Además, se atacó de forma clara el imperialismo de la Entente y el terror contrarrevolucionario «blanco». Al final, Lenin lanzó una apelación (titulada «A los obreros de todos los países») en la que exhortaba a los proletarios que acudieran en apoyo de la República soviética y promovieran el triunfo de la Revolución mundial.
Lenin, en los momentos de mayor efervescencia revolucionaria, ejemplificaba a la perfección la dualidad de propósitos inherente al proyecto revolucionario de la época. Mientras se defendía con uñas y dientes la subsistencia del Estado proletario, se efectuaba una propaganda sistemática e incansable sobre la necesidad de dar impulso a la Revolución socialista internacional. Pero hay que tener en cuenta que el mismo impulso, lógico y necesario, dado por la Comintern en el sentido de unificar a los comunistas de todo el mundo, tuvo su consecuencia inevitable -dadas las condiciones en que los diferentes destacamentos comunistas se habían constituido- en la emergencia de Partidos Comunistas sin el mismo patrón de constitución partidaria que había seguido el Partido bolchevique, es decir, sin una lucha entre dos líneas previa y sin una ligazón real con la vanguardia práctica del proletariado. Esto provocó que, lo que ocurriera en marzo de 1919, no fuera tanto una fusión de diferentes Partidos Comunistas de ámbito estatal -con una fuerza más o menos uniforme- como una unión entre diferentes destacamentos comunistas, en general débiles y aislados, y el poder soviético, que en ese momento por fuerza tenía que ser el elemento rector de la política proletaria a nivel internacional.
Mientras tanto, la burguesía trataba de jugar sus cartas, pero cada vez estaba más aterrada por el desarrollo de los acontecimientos políticos en Europa. Así se pudo demostrar ya en enero de 1919, en la Conferencia de Paz organizada por los imperialistas en París, evento en el que oficialmente se discutió sobre el problema de la ocupación imperialista de la República soviética; una discusión que, a la postre, demostraría las serias preocupaciones de la burguesía internacional por la oleada revolucionaria. Así, el primer ministro británico expresó el temor de la clase dominante británica con las siguientes palabras:
«Si él proponía ahora mandar mil hombres a Rusia con ese propósito, los ejércitos se amotinarían», «si iniciase una acción militar contra los bolcheviques, Inglaterra se volvería bolchevique y habría un Soviet en Londres» (Relaciones Exteriores de Estados Unidos: La Conferencia de Paz de París, 1919, vol 3º, pp. 590-591).
Otro destacado representante de las clases dominantes a escala mundial, House, llegó a decir que «El bolchevismo gana terreno en todas partes. Hungría acaba de sucumbir. Estamos sentados sobre un barril de pólvora y cualquier día una chispa puede prenderlo fuego» (Los papeles secretos del Coronel House, ed. C. Seymour, volumen 4º [1928], p. 405), y el mismo Lloyd George llegó a declarar que «Toda Europa está invadida por el espíritu de la revolución. Hay un sentimiento profundo, no de descontento, sino de furia y revuelta entre los obreros contra las condiciones existentes antes de la guerra. Todo el orden político, social y económico está siendo puesto en tela de juicio por las masas de la población de un extremo a otro de Europa» (Documentos sobre las negociaciones para un pacto anglo-francés, Cmd 2169 [1924], p. 78).
Y no exageraban, pues las tentativas de desafiar el orden capitalista en el continente europeo se sucedían. En Gran Bretaña, la situación social era una auténtica olla a presión. Así, a finales de enero de 1919 se produjo la huelga general de Glasgow, y un «Viernes rojo» que se consideró la cima del movimiento proletario revolucionario en la región de Clyde. Como atestiguó el delegado británico de la Comintern, Fineberg: «El movimiento huelguístico se está extendiendo por toda Inglaterra y afecta a todas las ramas de la industria. En el ejército la disciplina se halla muy debilitada, lo cual fue, en otros países, el primer síntoma de la revolución» (El primer Congreso de la Internacional Comunista [Hamburgo, 1921], p. 70).
En gran parte de Europa central, el hambre y el desempleo se extendían vertiginosamente, mientras que las huelgas y los disturbios callejeros proliferaban en países como Holanda y Suiza. El periodo de flujo revolucionario vivió uno de sus hitos con la constitución de la República soviética de Hungría el 21 de marzo de 1919. A comienzos de abril, el proletariado bávaro tomó el testigo del húngaro y proclamó igualmente la formación de la República soviética de Baviera. El Estado soviético, que observaba con lógica ansiedad cómo las revoluciones obreras se extendían por Europa, emitió un comunicado en el que expresaba su convicción de que «el proletariado del mundo entero, al tener ante sus ojos los asombrosos ejemplos de la insurrección victoriosa de los obreros en tres países de Europa, los seguirá con una fe ciega en la victoria» (Kliuchnikov y Sabanin, Mezhdunarodnaya Politika, ii [1926], pp. 237-38).
Sin embargo, el sistema burgués aún pisaba sobre tierra firme y, debido sobre todo al insuficiente desarrollo del movimiento revolucionario (fruto de una constitución forzada y sin vínculos reales con el movimiento de masas) y al papel que jugaría el oportunismo y el revisionismo, la oleada revolucionaria fue frenada de manera sangrienta y eficaz. Así, el 1 de mayo de 1919 se certificó la defunción de la joven República soviética de Baviera. Thomas, el comunista bávaro, declaró más tarde: «la caída de la prematura República soviética bávara había significado el fracaso de la revolución alemana» (Bericht über den 5. Parteitag der Kommunistichschen Partei Deutschlands [Spartakusbund], [1921], p. 77). La misma suerte correría el levantamiento comunista de Viena, que fue aplastado a mediados de junio del mismo año. Por último, en agosto de 1919, la República soviética de Hungría fue destruida, en parte por la propia debilidad interna, y en parte también por la intervención de las tropas rumanas apoyadas por las potencias imperialistas «aliadas».
Tras esta serie de derrotas, y al ver que la Revolución internacional se aplazaba, la República Soviética Federativa Socialista de Rusia sufrió un aislamiento brutal por parte del imperialismo internacional, además de un asedio formidable que tuvo su punto culminante en los éxitos militares de Kolchak en Siberia, Yudenich frente a Petrogrado o Denikin en Ucrania y la región central de Rusia. Fueron tales los éxitos de la contrarrevolución y el imperialismo, que incluso la misma República soviética pendió de un hilo, sobre todo en los meses de octubre y noviembre de 1919. Es evidente que, como no podía ser de otra manera, ese año la Rusia soviética dependió en gran medida de las acciones de los imperialistas para la conformación de su política exterior. Igualmente, resulta evidente constatar que la Rusia revolucionaria fue aislada por la implicación directa de las potencias imperialistas en el terror «blanco»: es decir, fueron los imperialistas los que aislaron a la Rusia revolucionaria, y no esta la que decidió motu propio aislarse del mundo capitalista.
El fracaso de la Revolución en Alemania, sobre todo, hizo que el pesimismo cundiera en destacados dirigentes bolcheviques, como era el caso de Radek. Sin embargo, ni siquiera Radek abandonaba todavía la idea de la inevitabilidad del triunfo definitivo de la Revolución:
«La revolución mundial es un proceso muy lento, en el que hay que esperar más de una derrota. No tengo duda alguna de que en todos los países el proletariado se verá obligado a construir su dictadura varias veces y la verá hundirse muchas veces antes de vencer definitivamente» (Zur Taktik des Kommunismus: Ein Schreiben an den Oktober-Parteitag der KPD [1919], p. 5).
1919 fue también el año en que tuvieron lugar importantes y profundas discusiones sobre la cuestión parlamentaria en el seno de la vanguardia comunista internacional. Así, la conocida Sylvia Pankhurst (quien fue la encargada de informar a Lenin sobre el desarrollo del movimiento comunista británico) escribió al revolucionario ruso con la intención de ganarse a este para difundir un mensaje claro contra la participación en los parlamentos burgueses. Sin embargo, el dirigente bolchevique defendió la participación en las instituciones democrático-burguesas. Esta posición de Lenin, que ha sido sin duda una de las más manipuladas por el oportunismo y el revisionismo hasta nuestros días, estuvo plenamente justificada a nuestro entender, pues no buscaba más que aprovechar todos los resquicios legales para insuflar conciencia revolucionaria a un movimiento proletario de masas que se radicalizaba cada vez más. Así, Vladimir Ilich Ulianov respondió a Sylvia Pankhurst con la idea de que el abstencionismo era, en ese momento, un error. Sin embargo, entendía que hubiera comunistas británicos opuestos a la participación parlamentaria, por lo que llegó a exhortar a los revolucionarios británicos para que no hubiera una ruptura entre ellos, propugnando que existieran «dos partidos comunistas, es decir, dos partidos a favor de la transición del parlamentarismo burgués al poder de los soviets» (Lenin, Obras completas, tomo 24º, pp. 437-442), los cuales diferirían solo en la cuestión de la participación de los comunistas en las instituciones políticas del capital. En todo caso, el movimiento comunista británico (que, en realidad, nunca tuvo una fuerza considerable, quizá por la propia historia del movimiento obrero inglés, en parte, y quizá también por lo que ya supieron ver Engels y Marx sobre el «aburguesamiento» de una porción importante de la clase obrera británica, que luego se transformó en aristocracia obrera) no consiguió despegar realmente y, salvo en contadas ocasiones y por el ímpetu combativo de algunos sectores del proletariado británico, nunca supuso una amenaza muy seria para la clase explotadora británica.
En Francia, la situación era aún más desalentadora. El movimiento obrero galo, a pesar de tener un alto grado de conciencia, no era ni mucho menos de los más combativos y aguerridos de Europa. Pero -lo que es más importante aún- el único referente revolucionario hasta la fecha era el Partido Socialista Francés. Recordemos que este partido era, junto con el Partido Laborista Inglés, uno de los grandes adalides de la resurrección de la Segunda Internacional y, por tanto, uno de los puntales más importantes del orden burgués en Francia.
En lo que respecta a países de menor importancia cuantitativa, el desarrollo de los Partidos Comunistas en 1919 era dificultoso y, en muchas ocasiones, carente de solidez ideológica y política. Por ejemplo, el Partido Comunista Polaco, se encontraba en una situación de aislamiento relativo respecto a las grandes masas del proletariado y el campesinado pobre; además, estaba en una situación de persecución y semi-ilegalidad. Por su parte, tanto el Partido Socialista Italiano como el Partido Obrero Noruego, aunque tenían una influencia considerable sobre las grandes masas explotadas, no habían emprendido una lucha de dos líneas seria y su estructura era un tanto caótica. Otras organizaciones políticas comunistas, como el Partido Comunista Húngaro o el Finlandés, apenas tenían presencia en sus respectivos países y el grueso de sus dirigentes y militantes residía en territorio ruso como exiliados políticos. El único partido de gran importancia era el Partido Comunista Búlgaro, que, de hecho, era el único partido auténticamente comunista, es decir, revolucionario y de masas, además del bolchevique. (Para un estudio introductorio sobre este partido y su papel en la derrotada Revolución búlgara de 1923, aconsejamos nuestro documento Bulgaria y la Revolución fracasada de 1923, que podréis leer en este enlace: https://revolucionobarbarie.wordpress.com/2013/03/09/bulgaria-y-la-revolucion-fracasada-de-1923.)
Con este cuadro del movimiento comunista europeo, la dirección bolchevique seguía abrigando esperanzas en la Revolución proletaria en el continente europeo. Pero esto no significó, ni mucho menos, que sus dirigentes más lúcidos se llamaran a engaños sobre la inminencia de la dictadura proletaria a escala europea. Así, Lenin aseguró lo siguiente:
«Confiamos en la inevitabilidad de la revolución internacional, pero esto no quiere decir que seamos tan tontos como para confiar en la inevitabilidad de la revolución internacional dentro de un periodo corto y definido. Hemos visto dos grandes revoluciones, la de 1905 y la de 1917, en nuestro país, y sabemos que las revoluciones no se hacen por encargo o por acuerdo» (Obras completas, tomo 23º, pp. 176-89).
Este estadio de debilidad del proletariado revolucionario llevó al revolucionario ruso a flexibilizar su táctica y a aconsejar la participación en las elecciones burguesas y la entrada en los sindicatos de la aristocracia obrera y los oportunistas. Pero, a nuestro juicio, sería incorrecto atribuir a Lenin una «excesiva» tolerancia en lo doctrinal, pues incluso en situaciones desesperadas el dirigente bolchevique no dejó de remarcar siempre la necesidad de que el proletariado y los comunistas fueran la fuerza socio-política hegemónica en cualquier alianza política. Es más, incluso en el caso de los países coloniales y semicoloniales (donde el proletariado era una clase aún muy reducida y los comunistas una fuerza política muy minoritaria), Lenin siempre defendió abiertamente que el proletariado propugnara la consiga de la creación de soviets y que dicho proletariado, además, gozara en cualquier circunstancia de su necesaria independencia de línea y programa para la toma del poder.
Volviendo a la cuestión de la República soviética y el mundo capitalista, hay que decir que, al igual que la Rusia revolucionaria fue obligada al aislamiento por el asedio imperialista, el gran capital internacional inició un progresivo acercamiento al poder soviético a finales de 1919 por imposición de las circunstancias políticas. Estas circunstancias tenían que ver con la conciencia clara, por parte de los buitres imperialistas, del fracaso estrepitoso de la contrarrevolución interna, por un lado, y de la posición económica que ocupaba el vasto territorio ruso, por otro lado. En el primer aspecto, se demostraba la capacidad del proletariado revolucionario ruso para defender su nuevo poder (una influencia muy poderosa en este sentido la tuvo el recién creado Ejército Rojo, que fue capaz de hacer frente a sofisticados y poderosos ejércitos de las potencias más formidables del globo en su momento). Con respecto al papel económico internacional de Rusia y el acercamiento de la burguesía internacional, quedaba claro que la economía política internacional se imponía, y ningún gran capitalista internacional, al ver que el poder soviético se consolidaba y que se iniciaba un periodo de concesiones controladas de los inmensos recursos del país, estaba dispuesto a quedarse atrás en el negocio. A pesar de eso, hubo multitud de fricciones y, al final, el monto total de las inversiones extranjeras y las concesiones a capitalistas foráneos no fueron tan elevados como en un principio se previó desde la dirección soviética.
En este sentido, no es de extrañar que Lloyd George, en su discurso en el Guildhall, el 8 de noviembre de 1919, declarara que Rusia era un país indispensable para lograr la «paz», llegando a condenar abiertamente el bloqueo y calificando a Rusia como «uno de los grandes recursos para el abastecimiento de alimentos y de materias primas» (House of Commons: 5th Series, cxxii, p. 194). Como consecuencia del nuevo rumbo político dado por la burguesía británica con respecto a Rusia, en enero de 1920, el Consejo Supremo reconoció de facto a las repúblicas de Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Estonia y Letonia.
Fue en este momento cuando Chicherin, que fue Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores hasta 1928 (año en que fue sustituido por el conocido Maxim Litvinov), aseveró que:
«Incluso estamos dispuestos a sacrificarnos por conseguir un estrecho contacto económico con Inglaterra… Por tanto, acojo encantado la declaración del primer ministro británico como un primer paso hacia una política sana y real que responde a los intereses de ambos países»,
para concluir lo siguiente:
«Es posible que existan diferentes opiniones acerca de la duración del sistema capitalista, pero, por el momento, éste existe, de forma que es necesario encontrar un modus vivendi para que nuestros Estados socialistas puedan coexistir pacíficamente con los Estados capitalistas, y para que las relaciones entre ambos sean normales; esto es una necesidad que interesa a todos». (A. L. P. Dennis, The Foreign Policies of Soviet Russia [1924], p. 380).
Llegados a este punto y dada la enjundia de esta última intervención de Georgi Chicherin, es imprescindible que nos detengamos un momento en la idea de la «coexistencia pacífica» que ya defendió claramente el dirigente bolchevique. En primer lugar, esto demuestra que la idea de la coexistencia pacífica con el imperialismo no fue, en absoluto, una «invención» del revisionista Kruschev, sino que era parte de una línea que latía, desde el momento en que el reflujo revolucionario europeo se consolidara, en un sector de la dirección soviética. En segundo lugar, esta declaración de Chicherin sentó un precedente nefasto para el internacionalismo proletario y, en última instancia, la propia subsistencia del socialismo en Rusia, pues sembró el campo con la ilusión de que el socialismo y el capitalismo podían existir mutuamente y de manera pacífica. Si bien el cerco y el aislamiento alimentaron esta posición defendida por Chicherin (una posición que, de hecho, nunca desapareció del todo en la URSS, como lo prueba el hecho de que la tesis fue finalmente impuesta por Kruschev tras la muerte de Stalin), consideramos que, si esta posición pudo afianzarse en el Partido y el Estado soviéticos desde mediados de los 50 sin apenas resistencia, implicaba de hecho que la idea del enfrentamiento inevitable entre el capitalismo y el socialismo pugnaba -con más debilidad de la imaginada por los dirigentes soviéticos- con la de la «coexistencia pacífica» con el imperialismo. Esto demuestra, en nuestra opinión, la correcta y justa idea de que el revisionismo no es una amenaza «externa» al movimiento comunista, sino que es un peligro constante que anida en el interior mismo del movimiento revolucionario, y que solo desaparece con el triunfo definitivo del socialismo, es decir, con la implantación de la sociedad comunista mundial.
Ahondando más en esta problemática, es interesante sacar a colación ahora una intervención de otro de los grandes diplomáticos soviéticos de los 20, Karl Radek, el ambivalente «germanófilo», quien declaró en marzo de 1920:
«Si nuestros colegas capitalistas se abstienen de actividades antirrevolucionarias en Rusia, el gobierno soviético se abstendrá de llevar a cabo actividades revolucionarias en países capitalistas; pero seremos nosotros los que determinemos si están o no provocando agitación antirrevolucionaria (…) Pensamos que ahora los países capitalistas pueden coexistir con un Estado proletario. Consideramos que los intereses de ambos lados se centran en obtener la paz y en el establecimiento de un intercambio de bienes y, por lo tanto, estamos dispuestos a concluir la paz con todo país que hasta el momento ha luchado contra nosotros, pero que en el futuro esté dispuesto a darnos locomotoras y maquinaria a cambio de nuestras materias primas y nuestros cereales» (A. L. P. Dennis, The Foreign Policies of Soviet Russia [1924], pp. 358-59).
Nuevamente, quedaba claro que había destacados dirigentes bolcheviques que no eran conscientes del peligro de las tesis de la incipiente «coexistencia pacífica» con el imperialismo. Radek fue a más incluso, llegando a decir -como se puede leer en este fragmento- que los intereses de «ambos lados» se centraban en «obtener la paz» (!). Es decir, resultaba que el imperialismo ya no llevaba forzosamente a la guerra de rapiña; resultaba, además, que el imperialismo ya no estaba destinado a enfrentarse con el socialismo para ser derrotado por el proletariado internacional. Por lo que se ve, para Radek el entendimiento entre el imperialismo internacional y la Rusia soviética no era, como para Lenin, un mal menor, una realidad ineludible mientras el fermento revolucionario volvía a tomar fuerza. Por el contrario, tanto Radek como Chicherin entendían que el Estado proletario podía desarrollarse en armonía con las hienas capitalistas internacionales. En definitiva, nada que ver con lo que Lenin sostuvo en el noveno Congreso del Partido, en marzo de 1920, en relación a dicha «coexistencia»:
«Lo que más nos interesa es maniobrar nuestra política internacional sin desviarnos de la línea que hemos adoptado y estando preparados para cualquier cosa. Hemos estado llevando a cabo la guerra por la paz con la mayor energía. Esta guerra está dando excelentes resultados… Pero nuestros pasos en pro de la paz deben ir acompañados de una puesta a punto de todos nuestros recursos militares» (Obras completas, tomo 25º, p. 102).
Anteriormente, en febrero de 1920, el Comité Ejecutivo Central de toda la Unión emitió un comunicado (la famosa «Invocación al Pueblo Polaco») en el que, de forma mesurada y realista -pero quizá imbuido, en el fondo, de cierto determinismo económico que nunca los bolcheviques pudieron eliminar del todo en sus posiciones-, declaraba lo siguiente:
«Nosotros, los representantes de la clase obrera y campesina rusa, hemos aparecido y seguimos apareciendo abiertamente ante el mundo entero como los campeones de los ideales comunistas; estamos plenamente convencidos de que los trabajadores de todos los países terminarán por salir al camino que los trabajadores rusos ya están pisando.
Pero nuestros enemigos y los vuestros os engañan cuando dicen que el gobierno soviético ruso desea implantar el comunismo en territorio polaco con las bayonetas de los soldados del Ejército Rojo. Un orden comunista es solo posible cuando la inmensa mayoría de los trabajadores están convencidos de la idea de crearlo con su propia fuerza. Solo entonces será sólido; porque solo entonces el comunismo podrá echar raíces profundas en un país. Por el momento los comunistas de Rusia no están luchando más que para defender su propio territorio, su trabajo pacífico y constructivo; no están luchando ni pueden luchar para implantar el comunismo por la fuerza en otros países» (Krasnaya Kniga: Sbornik Diplomatischeskij Documentov o Russko-Polskij Otnosheriyaj, 1918-1920 [1920], pp. 84-85).
Este mensaje, lanzado al mundo para refutar las ideas lanzadas por la burguesía internacional sobre la «imposición» del comunismo a las masas trabajadoras de Europa, tuvo la gran virtud de señalar las limitaciones del poder soviético en un mundo imperialista hostil. De hecho, es cierto que los bolcheviques adolecieron de determinados errores (como el determinismo económico, el seguidismo en cuanto al desarrollo de las fuerzas productivas y una infravaloración del enemigo revisionista interno durante el periodo de la dictadura revolucionaria del proletariado), pero resultaría injusto achacar a los revolucionarios rusos el fracaso del impulso revolucionario a las masas europeas. No fueron los revolucionarios rusos los que más fallaron, sino el resto del movimiento comunista europeo e internacional, incapaz de agrupar en su seno a las masas más combativas para el triunfo del socialismo.
Al final, tras un corto periodo de cese de hostilidades, la cuerda se tensó tanto que volvió a romperse. El imperialismo y la Rusia revolucionaria volvían a enfrentarse abiertamente, esta vez como consecuencia de la guerra polaco-soviética, en la cual el Estado polaco, como país controlado sobre todo por el imperialismo francés, invadió territorio ucraniano el 28 de abril de 1920.
3. La “retirada temporal” de la NEP, la Rusia Soviética y la Comintern
A principios de los 20, la Rusia soviética comenzó a andar en un mundo capitalista hostil y beligerante, como no podía ser de otra manera. Pero, además de las tensiones exógenas, la joven República proletaria tuvo también que hacer frente a una serie de problemas internos que hicieron aún más dificultoso el camino de la construcción del socialismo. Estos problemas internos se expresaban, sobre todo, en un creciente descontento campesino como consecuencia del atraso económico del país, las secuelas de la intervención imperialista que dejaron a Rusia exhausta y una política de «comunismo de guerra» que rápidamente fue modificada para adoptar la NEP y restablecer, así, el equilibrio -imprescindible para el orden soviético- en la alianza obrero-campesina. Pronto los líderes bolcheviques se darían cuenta de que la cuestión interna y la externa estaban estrechamente relacionadas con la solidez del proyecto revolucionario soviético. Así, el descontento campesino del otoño de 1920 solo podía ser calmado, además de con la implantación de la NEP, gracias a un relajamiento en las tensiones con el imperialismo. En este sentido, la política exterior de relajamiento de las hostilidades con el mundo capitalista fue una consecuencia lógica e inevitable de la propia NEP. Como justificó el Comité Central de la Internacional Comunista, la NEP era «la expresión de la solución en la tarea de incorporar el Estado proletario a la cadena de las relaciones internacionales» (Documentos de la Internacional Comunista [1933], p. 272). La nueva política exterior, según las palabras utilizadas por Lenin en relación a la NEP, «había sido adoptada seriamente y por largo tiempo».
Sin duda, el papel que jugó el Ejército Rojo en la estabilización de la situación interna también jugó un papel muy destacado. En gran medida como consecuencia de la invasión polaca de 1920, multitud de miembros provenientes de la antigua clase dominante del aparato zarista (como técnicos, burócratas y, por supuesto, militares) fueron reciclados por el Estado soviético. De hecho, el Ejército Rojo que consiguió aplastar a los contrarrevolucionarios internos estaba compuesto por importantes ex oficiales zaristas de muy diversos tipos (como Vatsetis y Sergei Kámenev, dos oficiales zaristas de graduación superior y a la sazón jefes importantes del Ejército Rojo, o Tujachevski, un joven soldado del ejército del zar que en poco tiempo ascendió a general del Ejército Rojo). Esto no fue algo que no inquietara a los bolcheviques más lúcidos (pues suponía reincorporar a elementos pertenecientes al viejo poder y, por tanto, ajenos al nuevo Estado), pero fue una medida inevitable dada la carencia de cuadros y técnicos al servicio del poder revolucionario. En este sentido, la invasión polaca del territorio soviético marcó igualmente un hito importante en la transformación de las fuerzas armadas revolucionarias, aún algo desorganizadas y con no demasiada experiencia, en un poderoso y disciplinado Ejército Rojo. Como expuso Radek:
«(…) en los tres años de guerra civil ha cristalizado una élite de oficiales zaristas que, en su fuero interno, está unida al gobierno soviético» (Die Auswärtige Politik Sowjet-Russlands [Hamburgo, 1921], pp. 67-68),
el aparato estatal soviético se veía obligado a reclutar a miembros pertenecientes al viejo orden. De nuevo, la poderosa realidad del aislamiento y el atraso se imponía sobre lo que habrían preferido los bolcheviques. En este contexto se enmarcaba el nuevo viraje de la Rusia soviética en el plano internacional. Tras vislumbrarse el final de una brutal guerra interna y un acoso internacional formidable, la política exterior soviética comenzó a dar más importancia al sostenimiento del orden revolucionario en Rusia. Con esta actitud comenzaron las negociaciones, colectivas o individuales, para llegar a acuerdos concretos con diferentes Estados capitalistas. Ahora bien, sería erróneo inferir de esto que el Estado soviético hubiera prescindido de su defensa inquebrantable de la Revolución proletaria internacional. En realidad, lo que hubo es un acomodo a una situación en la que la Revolución en Europa parecía más lejana y en la que la construcción del socialismo soviético no podía esperar a que el proletariado europeo acudiera en ayuda del ruso. Así lo expresó Lenin en una conferencia al Partido en Moscú, en noviembre de 1920:
«No solo disfrutamos un respiro, sino que estamos en una nueva etapa en la cual ha sido ganada nuestra posición fundamental en el marco de los Estados capitalistas».
«De semejante locura nunca fuimos culpables: siempre hemos dicho que nuestra Revolución vencerá cuando tenga el apoyo de los trabajadores de todos los países. Resulta que nos han apoyado a medias, debilitando el brazo que se alzaba en contra nuestra; pero aun así, en ese sentido, nos han ayudado» (Obras completas, tomo 25º, pp. 485-496).
De este modo, la idea de una isla revolucionaria en medio del océano reaccionario del capitalismo -rechazada por utópica por los bolcheviques en el comienzo de la Revolución- comenzaba a tomar cuerpo. Así, el líder bolchevique declaró: «Mientras continuemos siendo, desde el punto de vista militar y económico, más débiles que el mundo capitalista, debemos guardar las reglas: tenemos que ser suficientemente hábiles valiéndonos de las oposiciones y contradicciones entre los imperialistas… Políticamente tenemos que utilizar los conflictos entre nuestros adversarios que tienen su raíz en causas profundamente económicas» (Ibid., tomo 25º, pp. 498-501). Trotsky, en agosto de 1920, argumentó lo siguiente: «No solo podemos convivir con gobiernos burgueses, sino que podemos trabajar juntos con ellos dentro de unos límites muy amplios. Está perfectamente claro que nuestra actitud en el conflicto del Pacífico estará determinada por la actitud del Japón y Estados Unidos hacia nosotros» (Kak Vooruzhalas Revolutsiya [1924], p. 283).
Fue este el contexto en el que la Rusia soviética comenzó a buscar posibles vendedores de bienes de capital imprescindibles para la reconstrucción del país y la industrialización como base económica del socialismo. Aquí los bolcheviques hilaron muy fino y, además de aprovecharse de las contradicciones interimperialistas, trataron de encontrar proveedores extranjeros de bienes de equipo y de inversiones que aceptaran algunas de las condiciones soviéticas. Recordemos que ya en este año los imperialistas comenzaron a darse cuenta de que el territorio ruso era demasiado apetecible como para no ser explotado. Cuando comenzó la oferta de concesiones extranjeras para la explotación de recursos naturales (como las minas, los bosques, el gas natural o el petróleo), fue Estados Unidos la fuente más prometedora de inversiones de capital. Las condiciones soviéticas para las concesiones eran claras.
En primer lugar, los obreros soviéticos tendrían que trabajar en las condiciones determinadas por la legislación laboral soviética. En segundo lugar, las compañías tenían que demostrar ser solventes y de confianza. A cambio, el Estado soviético se comprometía a compensar a los capitalistas extranjeros con una fracción de lo producido por los capitalistas concesionarios. Además, las concesiones tendrían una duración razonable y suficiente para la obtención de una ganancia por parte del grupo capitalista. Esta política fue directamente planificada y aprobada por Lenin, quien expresó lo siguiente:
«Tenemos cientos de miles de fincas excelentes que podían ser mejoradas con tractores; vosotros tenéis tractores, vosotros tenéis petróleo y vosotros tenéis mecánicos preparados, y nosotros las ofrecemos a todos, incluyendo a las personas de los países capitalistas, para hacer de la restauración de nuestra economía nacional y del hecho de salvar a todos los pueblos del hambre, la piedra de toque de nuestra política» (Obras completas, tomo 25º, p. 507).
Esta política no estuvo exenta de problemas, discusiones y divisiones en el seno del Partido y el Estado soviéticos. Así, Stepanov mostró su preocupación al decir que «La cuestión de las concesiones a capitalistas extranjeros está provocando descontento en los círculos del partido» (Correspondencia rusa, ii, i, nº 1-2 [enero-febrero, 1921]). Por un lado, había bolcheviques que veían un peligro en dar «demasiado» poder a capitalistas extranjeros. Por otro lado, también se observaba con preocupación el hecho de que las compañías extranjeras pudieran hacer uso de su fuerza negociadora y no se comprometieran totalmente a respetar la legislación soviética en materia laboral, fiscal, etc. Sin embargo, lo cierto es que, al margen de las críticas vertidas, de nuevo se imponía como única alternativa de política económica la de llegar a acuerdos puntuales con grupos capitalistas internacionales. Era el inexorable precio que la Rusia soviética tenía que pagar por su atraso histórico.
Tan solo una semana después de que el revolucionario ruso anunciara al décimo Congreso del Partido sus propuestas para el impuesto en especie sobre los productos agrícolas (en definitiva, la base de la Nueva Política Económica), se produjo la firma del acuerdo comercial anglo-soviético. Este acuerdo fue el corolario inevitable de la necesidad acuciante de la Rusia soviética por reconstruir un país devastado. A diferencia de lo que sucedería con la Unión Soviética revisionista, aquí la «cooperación pacífica» con el imperialismo era un producto inevitable por el aislamiento y el fracaso de la Revolución internacional. En ningún caso constituía una línea que se defendiera con ahínco, sino que se aceptaba como un mal menor de ineludible cumplimiento para la propia supervivencia del modelo soviético.
Además del cambio que se produjo en cuanto a las relaciones de la Rusia revolucionaria con los Gobiernos capitalistas occidentales, la República soviética comenzó a mirar cada vez más al Oriente. Esto tenía un sentido claro (que quedó patente en los primeros congresos de la Comintern): apoyar los movimientos nacional-revolucionarios en los países coloniales y semicoloniales como manera de debilitar al imperialismo y fortalecer el internacionalismo proletario. Así, en el otoño de 1920 se inició la política de aproximación entre Rusia y la antigua Persia. El 22 de octubre del mismo año, el comité central del Partido bolchevique fue instado a declarar que la Revolución en Persia solo podía producirse una vez que el desarrollo democrático-burgués se hubiera completado. La idea era desplazar al imperialismo en Persia, sellando una alianza temporal con la burguesía nacional. Los comunistas persas, por su parte, en ningún caso debían renunciar a su independencia ideológica y política.
Sin embargo, dicha independencia no siempre se pudo garantizar en el caso de otros países semicoloniales, como se pudo comprobar con la Turquía de Kemal. Aquí hubo problemas serios que enfrentar por la brutal represión del Gobierno turco contra los comunistas de aquel país. El 28 de enero de 1921, en Erzerum, agentes turcos detuvieron al dirigente comunista Sufi y, junto a otros 16 prisioneros revolucionarios, fue arrojado al mar en Trebisonda. (Era este un método brutal de represión que «popularizó» el Estado turco. Décadas después, otros Estados capitalistas al servicio del imperialismo, como el argentino o el chileno, seguirían los pasos de tan brutales métodos anticomunistas.) La posición del Estado soviético fue aquí demasiado ambivalente, pues el «incidente» no llegó a afectar de manera importante a las relaciones diplomáticas entre ambos países. La posición de Stalin, a quien le honra ser uno de los pocos bolcheviques que se opuso claramente a ayudar al Estado turco en ese momento, supuso sin duda un acicate importante para que el Estado soviético exigiera explicaciones y medidas de amnistía para con los comunistas turcos, los cuales fueron liberados ese año. Además, Turquía se comprometió a perseguir y condenar a los asesinos del comunista turco Mustafá Sufí.
Sobre el asesinato de Mustafá Sufí y el supuesto esclarecimiento de su muerte, desconocemos qué sucedió finalmente. Relacionado con esto, nos parece interesante ahora recalcar la posición que tuvo Stalin, quien en una entrevista realizada el 13 de mayo de 1927, declaró: «La revolución kemalista es una revolución de las altas esferas, una revolución de la burguesía comercial nacida en lucha contra los imperialistas extranjeros, y que en su desarrollo posterior va, en esencia, contra los campesinos y obreros, contra la posibilidad misma de una revolución agraria». Por su parte, Ibrahim Kaypakkaya, el fundador del Partido Comunista de Turquía (Marxista-Leninista) insistió, en su trabajo Puntos de vista sobre el kemalismo publicado en los años 70, en la idea de que «la revolución kemalista es una revolución de la capa superior de la burguesía comerciante, de los grandes propietarios de tierras, de los usureros turcos y la mucho más débil burguesía industrial… que entra en cooperación con el imperialismo». También aseveró que la «dictadura kemalista es democrática en apariencia, en realidad es una dictadura militar fascista. La Turquía kemalista no podía evitar «lanzarse en los brazos» de los imperialistas alemanes y franceses, transformándose cada vez mas en una semicolonia, elemento integrante del mundo imperialista reaccionario».
Entonces, ¿por qué la Rusia soviética selló una alianza con un Estado ultrarreaccionario, como el de Kemal, en 1921? En nuestra opinión, en este caso los motivos del aislamiento y «la lucha contra el imperialismo» no justifican en absoluto una posición que consideramos radicalmente errónea. Entendemos que con el acuerdo turco-soviético se buscaba debilitar, sobre todo, al imperialismo británico. Pero fue un error de una magnitud considerable no analizar a fondo a qué intereses servía el Gobierno de Kemal y, sobre todo, cuál era su papel con respecto al movimiento revolucionario de Turquía. A nuestro entender, este es un claro exponente de cómo se abandona la línea política de solidaridad internacionalista en pos de un -hasta cierto punto lógico, pero muy mal enfocado- acercamiento con un Gobierno reaccionario y formalmente «antiimperialista». Sabemos que el Estado soviético se veía impelido en ese momento a hacer frente a un dilema importante en la cuestión de la «doble política» (promover el enfrentamiento de los Partidos Comunistas contra las diferentes burguesías, al tiempo que se aprovechaban las rivalidades interimperialistas y se llegaban a acuerdos concretos con distintos Estados burgueses). En todo caso, insistimos en que la actitud respecto a la Turquía kemalista fue ideológica y políticamente errónea, pues se subordinó el internacionalismo proletario a la posición del Estado soviético y a un antiimperialismo mal planteado.
En otro orden de cosas, el tercer Congreso de la Comintern había declarado que:
«La tarea más importante de la Internacional Comunista es, actualmente, la de ganar la exclusividad de la influencia sobre la mayoría de la clase obrera y la de atraer su sector más activo a la lucha inmediata… Desde el mismo día de su fundación, la Internacional Comunista estableció clara e inequívocamente que su tarea no era la de crear pequeñas sectas comunistas que lucharan por influir en las masas obreras solamente a través de la agitación y la propaganda, sino la de participar directamente en la lucha bajo dirección comunista, y la de crear durante este proceso de lucha partidos comunistas de masas, extensos y revolucionarios».
Tras comprobar que la Revolución en Europa no llegaba, la Internacional Comunista tuvo que reajustar sus actividades para ganarse, paciente y denodadamente, el apoyo de las grandes masas proletarias. Estamos de acuerdo con el historiador E. H. Carr cuando asegura que este reajuste era «la contrapartida natural del cambio de la política soviética nacional y extranjera, representado por la NEP y el tratado comercial anglo-soviético». Ahora bien, hay que tener en cuenta que este cambio de posición (propuesto urgentemente por Lenin, entre otros), según el cual se priorizaba ahora la unificación por encima de la escisión, era en el fondo la aplicación del principio leninista enunciado en el órgano Iskra: «antes de unir, y para unir, debemos trazar primero una línea de separación de manera decisiva y definitiva». Este paradigma de constitución de destacamentos revolucionarios fue lógico -probablemente inevitable-, pero a la larga demostraría una insuficiente fortaleza de principios por parte de muchos destacamentos (que no se constituyeron, como ya dijimos previamente, en lucha constante contra el revisionismo) y, como consecuencia de ello, una incapacidad para ganarse a la vanguardia del proletariado para la Revolución socialista. En el marco de esta nueva política de búsqueda de la lealtad de las masas obreras, se produjeron la fundación de la Internacional Sindical Roja (constituida el 1 de mayo de 1921 por parte del Comité Central de la Comintern), la creación de la Internacional de Juventudes Comunistas o la constitución de la Internacional Comunista Femenina.
Cuando se reunió el tercer Congreso de la Internacional Comunista, hubo delegados que señalaron contradicciones entre los intereses inmediatos de la RSFSR y los de la Tercera Internacional. Así lo señalaron algunos delegados del KAPD:
«No olvidamos ni por un momento las dificultades con que el poder político ruso ha tenido que enfrentarse a causa del aplazamiento de la revolución mundial. Pero también vemos el peligro de que de estas dificultades pueda surgir una contradicción aparente o real entre los intereses del proletariado revolucionario mundial y los intereses momentáneos de la Rusia soviética» (Protokoll des III. Kongresses der Kommunistischen Internationale [Hamburgo, 1921], p. 159).
En realidad, el cambio de posición se hizo patente en diciembre de 1921, año en que el Comité Central de la Internacional Comunista defendió la constitución del «Frente Único Proletario» en 25 tesis. Dichas tesis interpretaban que había un acercamiento cada vez mayor de las masas obreras hacia los destacamentos comunistas. En este contexto, se exhortó a los Partidos Comunistas y a la Comintern en conjunto para que «apoyaran el lema de un frente único proletario y tomaran en sus manos la iniciativa de esa cuestión». La política del Frente Único Proletario (que, a nuestro entender, difería sustancialmente de la adoptada una década después por la Comintern en cuanto a los Frentes Populares, pues con estos últimos el proletariado subordinó su programa revolucionario al de la burguesía democrática), trataba de priorizar la unidad política de los comunistas para conseguir un mayor acercamiento a la clase obrera y poder arrebatarles a los oportunistas la hegemonía del movimiento obrero. Como expresó Radek:
«No tenemos la menor confianza en los partidos de la Segunda Internacional y no podemos fingirla. Pero a pesar de esto decimos: «no se trata de que tengamos o no confianza los unos en los otros; los obreros piden una lucha en común y nosotros respondemos: comencémosla». (The Second and Third Internationals and the Vienna Union [s. f.], pp. 47-50, 53, 72).
En lo relativo a la alianza temporal con los dirigentes oportunistas, Lenin entendía que había que mantenerlos «como la soga mantiene al ahorcado». Sin embargo, este frente formado por los Partidos Comunistas y las organizaciones herederas de la Segunda Internacional no pudo fructificar, y al final la Revolución europea se esfumó de manera definitiva. Como hemos expresado anteriormente, las exigencias del momento y el paradigma de construcción de los Partidos Comunistas de la época provocaron que dichos partidos no se constituyeran en un sentido bolchevique y leninista, sino que fueran la expresión de una construcción en cierta medida artificial, inconsistente y con escasas garantías de éxito revolucionario (como quedó demostrado posteriormente).
Aunque, como explicó Zinóviev:
«En un principio -es decir, en 1921-22- la táctica de frente unido fue la expresión de nuestra toma de conciencia, primero, de que aún no hemos alcanzado una mayoría entre la clase obrera; segundo, de que la socialdemocracia es todavía muy fuerte; tercero, de que ocupamos posiciones defensivas y de que el enemigo está atacando…; cuarto, de que las batallas decisivas no son todavía inminentes. De esta forma llegamos al lema: «Hay que ganar a las masas», y a la táctica del frente unido» (Protokoll: Fünfer Kongress der Kommunistischen Internationale [s. f.], i, p. 77),
la táctica del frente único era, desde luego, la única posible en un momento en que los comunistas aún no habían conseguido ganar la hegemonía de la vanguardia práctica del proletariado, los comunistas de los diferentes Estados europeos trataban de fusionarse con las masas obreras, mimetizando el modo de constitución del Partido bolchevique, sin haber logrado la hegemonía marxista-leninista sobre la vanguardia ideológica. Aquí residía, a nuestro entender, el error de base que provocó que la táctica del frente unido no fuera el escalón necesario para llegar a la Revolución socialista.
Por último, fue también Zinóviev el que, en febrero de 1922, dirigió un discurso a la junta ampliada del Comité Central de la Comintern, asegurando que:
«Si el Ejército Rojo de la Rusia soviética hubiera tomado Varsovia en 1920, las tácticas actuales de la Internacional Comunista hubieran sido otras de las que son. Pero esto no ocurrió. La retirada estratégica fue seguida de una retirada política, para todo el movimiento obrero. El partido proletario ruso se vio obligado a hacer extensas concesiones a los campesinos y, en parte, también a la burguesía. Esto frenó el ritmo de la revolución proletaria, pero lo contrario también es cierto: el revés que sufrieron los proletarios de los países de Europa occidental entre 1919 y 1921 influyó en la política del primer Estado proletario y frenó el ritmo en Rusia. Por lo tanto, se trata de un proceso doble» (Die Taktik der Kommunistischen Internationale Gegen die Offensive des Kapitals [Hamburgo, 1922], p. 30).
De forma acertada, supo ver las implicaciones mutuas entre la Revolución proletaria internacional y la consolidación del socialismo en la Rusia soviética. Lo cierto es que, como expusimos, el error determinante tuvo que ver con la incapacidad por parte de los comunistas europeos para aplicar una línea política correcta, de clara oposición al revisionismo y de contacto estrecho con los sectores más avanzados del proletariado. Sin embargo, sería irreal plantear que en esta política errónea no hubo ninguna influencia en la línea rectora de quien en ese periodo era el «Estado mayor de la Revolución internacional», la Rusia soviética.
4. Conclusiones: la Rusia soviética y la Revolución proletaria internacional en los años 20
«La patria socialista está en peligro.
¡Viva la patria socialista!
¡Viva la revolución socialista internacional!»
(Pravda, 22 de febrero de 1918).
Mucho se ha escrito sobre el hito que representó la Revolución soviética no solo para el movimiento proletario revolucionario mundial, sino para la historia de la Humanidad. La gran Revolución socialista de Octubre inauguró el ciclo de transformaciones sociales, políticas y económicas más formidable que ha conocido la «Edad contemporánea» durante la vigencia del sistema de explotación capitalista. Uno de los grandes logros que consiguió la Rusia soviética fue el de demostrar que el socialismo era una realidad posible, incluso en medio de inconmensurables dificultades, presiones y ataques por parte de la burguesía internacional.
El objetivo fundamental de este documento ha sido el de esbozar -profundizando todo lo que hemos podido en la medida de nuestras capacidades- el proceso de construcción del Estado soviético y el socialismo en Rusia con respecto a la cuestión internacional, tanto en lo relativo al imperialismo como al internacionalismo proletario y la política exterior soviética.
Profundizando en la crítica a las posiciones de bolcheviques como Chicherin, creemos interesante volver a sacar a colación otra intervención del diplomático soviético. En este caso, se trata de comentarios en torno a acuerdos del Comité Ejecutivo Central de toda la Unión para su posterior ratificación:
«A pesar de las grandes diferencias entre los regímenes de Rusia y Alemania, y de las tendencias fundamentales de ambos gobiernos, la coexistencia pacífica de los dos pueblos, que ha sido siempre el objetivo de nuestro «Estado de obreros y campesinos» es, por el momento, igualmente deseable para la clase rectora alemana… Precisamente en interés de las relaciones pacíficas con Alemania, hemos firmado estos acuerdos que se someten hoy al VTsIK para su ratificación» (Piati Soziv Vserossiiskogo Tsentralnogo Ispolnitelnogo Komiteta [1919]).
Como podemos comprobar, el Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores volvía a insistir en la idea de la «coexistencia pacífica» de Alemania y Rusia. Nos encontramos, de nuevo, con una línea política de clara justificación de la conciliación entre los intereses del proletariado revolucionario y el imperialismo. Decir que el objetivo del Estado soviético es llegar a acuerdos con la Alemania imperialista (en lugar de decir que los acuerdos eran inevitables hasta el ascenso del movimiento revolucionario europeo, pero, incluso en un periodo de acuerdos inevitables y de aprovechamiento de rivalidades interimperialistas, el objetivo del poder revolucionario debía ser siempre la defensa del principio del enfrentamiento ineludible entre el capitalismo y el movimiento revolucionario), es como mínimo allanar el camino para posiciones defensistas y de clara claudicación frente al imperialismo en el seno de la vanguardia comunista.
En una línea muy diferente, el 1 de agosto de 1918, el Consejo de Comisarios del Pueblo lanzó la siguiente proclama al mundo:
«Forzados a luchar contra el capital aliado, que quiere añadir nuevas cadenas a las cadenas que nos ha impuesto el imperialismo alemán, nos volvemos hacia vosotros gritando:
¡Viva la solidaridad de los trabajadores del mundo entero!
¡Viva la solidaridad del proletariado francés, inglés, americano e italiano con el ruso!
¡Abajo los bandidos del imperialismo internacional!
¡Viva la revolución internacional!
¡Viva la paz entre las naciones!» (Kliuchnikov i Sabanin, Mezhdunarodnaya Politika, ii [1926], p. 161).
Sabemos perfectamente que esta proclama fue lanzada en un momento en que el hundimiento alemán hizo ver muy cercana una Revolución internacional. Este optimismo lógico se plasmó en esta resolución del Comité Ejecutivo Central de toda la Unión: «Las profundas luchas internas entre los que toman parte en el latrocinio universal y las sacudidas cada vez más profundas de las masas engañadas y exhaustas, llevan al mundo capitalista a la era de la revolución social. Ahora, al igual que en octubre del pasado año y que durante las negociaciones de Brest-Litovsk, el gobierno soviético basa toda su política en las perspectivas de revolución social en ambos campos imperialistas…El VTsIK declara ante todo el mundo que, en esta lucha, la Rusia soviética ayudará, con todos sus recursos y todas sus fuerzas, al poder revolucionario de Alemania contra sus enemigos imperialistas. No dudamos de que el proletariado revolucionario de Francia, Inglaterra, América, Italia y Japón se encuentra en el mismo campo que la Rusia soviética y la Alemania revolucionaria» (Piati Soziv Vserossiiskogo Tsentralnogo Ispolnitelnogo Komiteta [1919], p. 252); o en esta otra declaración de Lenin: «¡El bolchevismo se ha convertido en la teoría y la táctica mundiales del proletariado internacional! Se debe al bolchevismo el que haya aparecido ante la faz del mundo una vigorosa revolución social, que haya disputas entre todas las gentes sobre si estar a favor o en contra de los bolcheviques. Al bolchevismo se debe el que esté a la orden del día el programa de la creación de un Estado proletario… Nunca hemos estado tan cerca de la revolución mundial. Nunca ha sido tan evidente que el proletariado ruso ha impuesto su voluntad, ni tan claro que millones y decenas de millones del mundo proletario nos han de seguir» (Obras completas, tomo 23º, p. 230), lo que no sucedería meses después de que la República soviética en Alemania fuera una posibilidad cada vez más lejana.
Esa euforia lógica -previa al fracaso de la Revolución en Alemania- se vio confirmada oficialmente el 13 de noviembre de 1918, año en que el Comité Ejecutivo Central de toda Rusia anuló formalmente el Tratado de Brest-Litovsk. Además de anularse dicho tratado, la Rusia soviética, haciendo gala de una atrevida y necesaria política internacionalista, aprovechó la situación para lanzar una llamada al proletariado de Alemania, Austria y Hungría:
«Se reconocerá el pleno derecho a la autodeterminación a los trabajadores de todas las naciones. Se hará soportar todas las pérdidas a los verdaderos culpables de la guerra: las clases burguesas. Los soldados revolucionarios de Alemania y Austria, que están formando consejos de diputados de soldados en los territorios ocupados y tomando contacto con los consejos locales de campesinos y obreros, serán los colaboradores y aliados de los trabajadores en el cumplimiento de dichas tareas. Mediante una unión fraternal con los obreros y campesinos de Rusia, curarán las heridas infligidas a la población de los territorios ocupados por los generales austriacos y alemanes que defendían los intereses de la contrarrevolución… Las masas trabajadoras de Rusia, representadas por el gobierno soviético, ofrecen esta unión a los pueblos de Alemania y Austria-Hungría. Esperan que a esta poderosa unión de los pueblos liberados se unirán los pueblos de todos los demás países que no han sacudido todavía el yugo del imperialismo» (Sobranie Uzakoneni, 1917-1918, nº 95, art. 947).
Como hemos comentado previamente, la «doble política» exterior soviética fue una posición justa -y, por encima de todo, inevitable– dadas las condiciones internacionales. Lo realmente evitable era lo que defendían dirigentes como Chicherin o Radek, quienes daban un claro paso atrás, sobrepasando la justa política de maniobras en pos de aprovechar las rivalidades entre gánsters imperialistas para adentrarse en el terreno pantanoso de la «coexistencia pacífica» con el imperialismo, la supuesta conjunción de intereses entre los Estados burgueses y el socialismo o, por último, la pretendida «armonía» que podía reinar entre ambos sistemas: es decir, todo ello una completa degeneración del marxismo.
En conclusión, tal y como sostuvimos en el primer epígrafe, en la cuestión internacional ya comenzaba a vislumbrarse una serie de posiciones que, si bien luego fueron parcialmente derrotadas con la definitiva construcción del socialismo en un solo país, ya apuntaban la posibilidad -¡y hasta la necesidad!-, no de llegar a acuerdos concretos e inevitables con el imperialismo, sino de vender al proletariado internacional la idea de que era posible construir el socialismo en perfecta armonía con el imperialismo rapaz y decadente. En el fondo, los diplomáticos claudicantes al estilo de Radek o Chicherin no solo defendían que el capitalismo pudiera desarrollarse por un lado y el socialismo por otro, sino que era posible y deseable frenar todos aquellos procesos revolucionarios que entorpecieran la política de componendas con el imperialismo. En este sentido, aunque la teoría kruschevista de la «coexistencia pacífica» se impuso definitivamente en la dirección soviética a mediados de los 50, el estudio y la investigación sobre el desarrollo del Estado soviético en los 20 proporcionan un basamento ideológico y político que, si bien se mantuvo parcialmente soterrado durante la época de Stalin, no fue en absoluto ajeno al Estado soviético capitaneado por el comunista georgiano.
Es totalmente incierto decir que Stalin apoyó o fortaleció la «coexistencia pacífica» de Radek, Chicherin o, posteriormente, Kruschev, puesto que la única forma de coexistencia que el revolucionario georgiano defendió fue la puramente comercial y diplomática, siguiendo las posiciones esgrimidas por Lenin. Pero sería un análisis parcial y superficial si no analizáramos las limitaciones y errores de determinadas líneas y políticas implementadas por Stalin, quien -como ya dijimos en el primer epígrafe citando al Colectivo Fénix- pasó a defender una subordinación cada vez mayor de la lucha revolucionaria internacional con respecto a la supervivencia del Estado soviético. Un análisis especial merecería la línea de defensa de los Frentes Populares, una formulación considerablemente diferente a la del Frente Único Proletario defendida por la Internacional Comunista a principios de los 20. Se puede responder a esto que, a mediados de los 20 y principios de los 30, no podía haber más centro revolucionario que el Estado soviético, pero ello es confundir las cosas y no saber distinguir entre centralidad operativa o táctica y centralidad ideológico-política o estratégica, es decir, entre el hecho lógico de que el Estado mayor de la Revolución internacional fuera el único Estado socialista de la época, por un lado, y la posición errónea de hacer depender la marcha de la Revolución internacional a las posiciones, maniobras y alianzas del socialismo soviético, por otro lado.
Recordemos, para terminar, que fue el mismísimo Lenin el que, incluso en un periodo de reflujo revolucionario, defendió con ahínco que la marcha de la República soviética debía girar en torno al desenvolvimiento de la lucha de clases internacional, y no a la inversa, como en la práctica sucedería después. En cualquier caso, entendemos que todo análisis correcto sobre esta cuestión debe profundizar en la relación entre la infraestructura socio-económica de la sociedad soviética, las condiciones internacionales de la lucha de clases y las pugnas entre líneas que se desarrollaron en las entrañas del movimiento comunista soviético y mundial. Creemos que solo así podemos explicar, de forma marxista-leninista, el origen material de desviaciones en la política internacionalista de la Unión Soviética en los momentos de iniciación y consolidación del poder revolucionario.
Revolución o Barbarie